MEMORIA, VERDAD Y JUSTICIA

Por Prof. Joaquín G. Puebla

 

 

Al comienzo de mi adolescencia la Argentina estaba viviendo las postrimerías de las más sangrienta dictadura militar que haya vivido el país. Asombrados veíamos como se confirmaba públicamente lo que rumoreaba, en voz baja, entre aquellos que militábamos políticamente desde una suerte de clandestinidad, dado que toda militancia política estaba prohibida y era perseguida.

Cuando el proceso se venía abajo y el horizonte democrático era una certidumbre, aquellos que nos habían contado algunos sobrevivientes de la maquinaria de muerte montada por el gobierno militar, comenzó a hacerse público y el horror nos llenó a todos.201424_1850458308538_1444969_o

En esos años del secundario, cursado en el histórico Normal Superior “Mariano Acosta”, un grupo de amigo decidimos editar una revista a la que bautizamos “Kronopios”, en honor a uno de los más insignes ex alumnos del Acosta, Julio Cortázar. La primera nota se la hicimos a Adolfo Pérez Esquivel, en ese momento, el desconocido Premio Nobel de la Paz argentino y también entrevistamos a dante “Canca” Gullo uno de los dirigentes de la JP. A través de esas dos notas tuvimos, nuestros lectores y nosotros, el testimonio del horror de la sangrienta dictadura que se había abatido sobre nuestro país.

Antes de esto, muchos de mis compañeros y yo, sufrimos en carne propia la intolerancia que tenían los milicos ante cualquier tipo de militancia. No sufrimos nada en comparación de los miles de desaparecidos de nuestro pueblo, pero la militancia y las historias dejaron una marca imborrable en nosotros que es el compromiso constante y el ejercicio permanente de la memoria para que estos hechos Nunca Más vuelvan a ocurrir.

Semanario “Quinto Poder”, en el marco del Día Nacional de la Memoria por la Verdad y Justicia publica el Prólogo y la Advertencia del informe de la CONADEP, así como también el discurso de Ernesto Sábato al entregar el mismo al Presidente Ricardo Alfonsín

 

 

MIEMBROS CONADEP

 

La comisión fue conformada con personalidades reconocidas y respetadas del país, de distintos ámbitos del conocimiento. Además de los secretarios mencionados en la ficha del artículo, fueron sus miembros:

Ernesto Sábato (1911-2011), un reconocido escritor y físico progresista. Fue elegido presidente de la comisión por el resto de sus miembros.

Ricardo Colombres (1921-1998), abogado y ex rector de la Universidad de Buenos Aires.

René Favaloro (1923-2000), respetado médico y creador del baipás coronario. Renunció en desacuerdo a que la comisión no estuviese facultada a investigar los crímenes de la Triple A.

Hilario Fernández Long (1918-2002), maestro e ingeniero. Decano de la Facultad de Ingeniería y llegó a ser rector de la UBA.

Carlos T. Gattinoni (1907-1989), obispo de la Iglesia Metodista Argentina, fuertemente involucrado en movimientos de derechos humanos.

Gregorio Klimovsky (1922-2009), matemático y filósofo, considerado uno de los mayores especialistas en epistemología.

Marshall Meyer (1930-1993), rabino estadounidense, ciudadano argentino y fundador del Seminario Rabínico Latinoamericano, activo militante de los derechos humanos y fundador del Movimiento Judío por los Derechos Humanos.

Jaime de Nevares (1915-1995), monseñor y activo defensor de los derechos humanos y del estado de derecho.

Eduardo Rabossi (1930-2005), filósofo radical y activo militante de los derechos humanos.

Magdalena Ruiz Guiñazú (1935-), reconocida periodista y la primera en poner al aire a las Madres de Plaza de Mayo en un programa radial.

Santiago Marcelino López, diputado radical en representación del Congreso.

Hugo Diógenes Piucill, diputado radical en representación del Congreso.

Horacio Hugo Huarte, diputado radical en representación del Congreso.

Graciela Fernández Meijide (1931-), referente de la Asamblea permanente de los derechos Humanos.

 

PROLOGO DEL INFORME DE LA CONADEP (http://www.desaparecidos.org/nuncamas/web/investig/articulo/nuncamas/nmas0001.htm)

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Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras memorables: «Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura».
No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos.
Nuestra Comisión no fue instituida para juzgar, pues para eso están los jueces constitucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos y calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos.10646681_949176255093504_6109709563644115145_n
Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos de la persona a través de la historia y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos y en las grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria.
De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales»? De nuestra información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de Defensa por el jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros, el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores» . Así, cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia» , revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados.
Los operativos de secuestro manifestaban la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a la luz del día, mediante procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa, comandos armados rodeaban la manzanas y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que entráis».
De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra – ¡triste privilegio argentino! – que hoy se escribe en castellano en toda la prensa del mundo.10653691_10153361174804928_3105389044724535964_n
Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus idas, la justicia los desconocía y los habeas corpus sólo tenían por contestación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inútiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre negativa.
En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o inconsciente a justificar el horror: «Por algo será», se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apestados a los hijos o padres del desaparecido. Sentimientos sin embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpable de nada; porque la lucha contra los «subversivos», con la tendencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión demencialmente generalizada, porque el epíteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como «marxismo-leninismo», «apátridas» , «materialistas y ateos» , «enemigos de los valores occidentales y cristianos» , todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores.
Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatura humana: la sensibilidad para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita vergüenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guardando en algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza. 
De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de estos abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve mil. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a represalias. Y aun vacilan, por temor a un resurgimiento de estas fuerzas del mal.
Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos encomendó en su momento el Presidente Constitucional de la República. Esa labor fue muy ardua, porque debimos recomponer un tenebrosos rompecabezas, después de muchos años de producidos los hechos, cuando se han borrado liberadamente todos los rastros, se ha quemado toda documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en las denuncias de los familiares, en las declaraciones de aquellos que pudieron salir del infierno y aun en los testimonios de represores que por oscuras motivaciones se acercaron a nosotros para decir lo que sabían.11032412_10206209290613215_2677603904593419196_n
En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes lejos de arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas razones de «la guerra sucia» , de la salvación de la patria y de sus valores occidentales y cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados por ellos entre los muros sangrientos de los antros de represión. Y nos acusan de no propiciar la reconciliación nacional, de activar los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así: no estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pedido las iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber reconciliación sino después del arrepentimiento de los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si no, debería echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y justicia, por otra parte, que permitirán vivir con honor a los hombres de las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia que permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas herederas de aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron la libertad a medio continente.
Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente los hechos de aquel terrorismo.
Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.

 

ADVERTENCIA

 

Los casos que se mencionan en el presente Informe surgen del aporte testimonial y documental recibido, habiendo sido seleccionados con la sola intención de fundamentar y ejemplificar la exposición, la que a su vez resulta de la totalidad del material reunido, es decir, de la palabra de testigos directos de esos hechos. No se excluye la posibilidad de algún error, ni se descarta la existencia de muchos otros casos que pudieran ser más ilustrativos para cumplir esa finalidad.
Respecto de las personas que aparecen nombradas por las funciones que desempeñaron, o incluidas ocasionalmente en la transcripción de testimonios que las involucran en hechos que puedan ser configurativos de delitos, esta Comisión Nacional no les asigna la responsabilidad que la referencia del caso pudiera sugerir, en tanto carece de facultades para ello y en razón de que tal facultad es privativa del Poder Judicial en el ordenamiento constitucional argentino.

 

 

DISCURSO DE ERNESTO SABATO AL ENTREGAR EL INFORME DE LA CONADEP

(https://www.youtube.com/watch?v=z4kLIK2kf7Q)

 

Muchos de los episodios aquí reseñados resultarán de difícil credibilidad.
Es que los hombres y mujeres de nuestro pueblo sólo han conocido horrores semejantes a través de crónicas de otras latitudes.
La enormidad de lo acontecido, la transgresión a los fundamentos mismos de la especie, provocará todavía aquel «¿será cierto?» con que algunos intentaban sustraerse del dolor y del espanto, pero también de la responsabilidad que nace del saber, del estar enterado, porque a ello sigue, inexorablemente, el preguntarse: ¿cómo evitar que pueda repetirse? Y la angustiante inquietud de advertir que víctimas y victimarios fueron nuestros contemporáneos, que la tragedia tuvo a nuestro suelo por escenario y que quienes así afrentaron nuestra historia no ofrecen todavía actos o palabras de confiable arrepentimiento.11057799_1622491481320328_7713334387657494879_n
Asume esta Comisión la tremenda y necesaria responsabilidad de afirmar, concluidas estas primeras investigaciones, que todo cuanto sigue efectivamente sucedió, más allá de los pormenores de algunos de estos sucesos individualmente considerados, de cuya existencia sólo pueden dar fehaciente testimonio quienes fueron sus directos protagonistas.
Pero meses y meses de escuchar denuncias, testimonios y confesiones, de examinar documentos, inspeccionar lugares y realizar cuanto estuvo a nuestro alcance para arrojar luz sobre tan estremecedores acontecimientos, nos autorizan a aseverar que existió una metodología represiva concebida para producir actos y situaciones como los que en adelante se informarán, cuya secuencia secuestro-desaparición-tortura, será analizada en los capítulos siguientes.
Cada uno de los testimonios incluidos bien pudo haber sido seleccionado al azar entre los miles de legajos que contienen relatos similares. Los incorporados a este informe son sólo una ínfima muestra del copioso material hasta ahora reunido.
Cualquiera de ellos por sí solo, permitiría formular la misma condena moral a la que arriba esta Comisión; pero es su pluralidad pródiga en referencias semejantes y convergentes, lo que cimenta incontrastablemente nuestra certidumbre acerca de la existencia y puesta en práctica de tal metodología represiva.
Los casos transcriptos no son de aquellos que constituyan excesos, ya que tales excesos no existieron si se entiende por ello la comisión de actos aislados, particularmente aberrantes. Es que todo el sistema, toda la metodología, desde su ideación, constituyó el gran exceso; lo aberrante fue práctica común y extendida. Los actos «especialmente» atroces se cuentan por millares. Son los «normales» .
Se ha dicho reiteradamente que aquellos miembros de las Fuerzas de Seguridad que incurrieron en «excesos» durante la lucha antisubversiva fueron oportunamente enjuiciados a iniciativa de las autoridades de dichas fuerzas.
Esta Comisión desmiente rotundamente tal aserto, toda vez que de la información obtenida hasta el momento no surge que miembro alguno de las Fuerzas de Seguridad haya sido procesado por estar involucrado en la desaparición de personas o por aplicación de tormentos o por la muerte de detenidos alojados en los centros clandestinos de detención.11076240_10206166295533566_8850802513789263558_n
Las autoridades militares del Proceso de Reorganización Nacional denominaron «excesos» a los delitos perpetrados por efectivos militares o policiales con fines particulares, sin autorización de sus superiores, al margen del accionar represivo.
Como se verá más adelante, homicidios, violaciones, torturas, extorsiones, saqueos y otros graves delitos, quedaron impunes, cuando se perpetraron en el marco de la persecución política e ideológica desatada en esos años.